Al terminar de leer Pandora (Tusquets, 2015), de Liliana V. Blum @LaBlum, tengo la sensación de hallarme ante un libro duro pero francamente excitante, que ha hecho lo suficiente para empujarme del sofá. Esta novela está ocupada por perversiones y naufragios, y podríamos situarla entre la purga existencial de La mujer comestible de Margaret Atwood y las páginas más opresivas de Misery de Stephen King. La intensidad en Pandora brota sin duda progresivamente, en consonancia con el aumento de un caos simbólico que se modula a través de la anormalidad y la impureza, vistas desde el discurso de la perfección, y de las intimidades psicológicas y sexuales que afectan la continuidad de sus protagonistas.
La mujer a la que alude el título de la novela no es precisamente una creación del panteón helénico, sino una joven de “proporciones generosas”, hija de una madre dominante que le recuerda todos los días las “desgracias” que traen consigo la gula y la obesidad. Pandora, símbolo del exceso visual en la novela, es también la antítesis de lo deseable: aquella desarmonía que ataca las condiciones pactadas por la Belleza hegemónica que nos vende a diario la cultura de masas. En un mundo preocupado por el cuerpo liviano y recargado de publicidad cosmética en sus calles y pantallas electrónicas, Pandora representa lo “anormal”, el cuerpo mórbido que aparentemente debemos empujar a toda costa hacia la periferia de lo invisible.
Aunque su familia la pisotea de manera inmutable y se esfuerza en vulnerar su ego, Pandora eventualmente recibe, en lo que parecería una broma de pésimo gusto, el aprecio del hombre más codiciado de su reducido entorno. Gerardo es un médico exitoso, modelo de la conformidad estética y social, que atiende no solo a la existencia del cuerpo “invisible” de Pandora, sino que además la ansía irremediablemente, incluso más allá de sus responsabilidades familiares: ese hogar a simple vista armonioso, de portada de revista, simétrico y habitado por un par de gemelos juguetones y una esposa, Abril, que hace todo lo posible por complacerle, excepto engordar.
Como supondríamos, la triangulación de estos personajes presenta una historia sobre la infidelidad y sus repercusiones psicológicas, pero es en realidad gracias a la falta de parámetros que este lugar común — revisado tantas veces con una perspectiva moralista — se despunta y hace a la novela poco predecible apoyándose en un suspenso polifónico, no necesariamente para narrar la caza de la esposa engañada, la vergüenza de la amante o los pensamientos furtivos del adúltero, sino para enfrentarnos a tres líneas narrativas que abordan simultáneamente la crisis de deseo y el ocaso mental y físico de un mundo normalizado a través de la imagen de la delgadez.
Si bien en la novela, a diferencia de su ascendente mitológico, Pandora no es quien abre el ánfora de las perdiciones, la desestabilización del orden simbólico que provoca su presencia termina siendo trascendental dentro de la economía del placer que se trabaja en el texto: “Mientras más haya de ti, más voy a quererte”, suspira Gerardo empapado de un eros completamente desbordado, corrompiendo así todo su presente y, eventualmente, también su porvenir.
Vista desde la dicotomía de la pureza y la corrupción, Pandora no es solo una narración sobre el egoísmo, el deseo sexual o la parafilia, sino también una novela decisiva acerca de la realidad de sabernos incomprensibles y ajenos en una sociedad que celebra diariamente la injusta medida de la belleza ideal.
Gracias por leer esta reseña
Soy Salvador Luis (1978), narrador, editor y crítico cultural peruano: www.salvadorluis.net. Twitter: @UnRaggioLaser